Los atentados en Paris me provocan sentimientos encontrados, por una parte, por muy ajeno que quieras permanecer ante una situación de esta índole, al final del día, algo de lo sucedido llega a tocar una fibra sentimental en tu interior. Porque eres un ser humano, y es menester compartir el dolor de tus semejantes.
Por otro lado, es triste leer en las redes sociales a tanto joven con esa natural hambre por ser activista de alguna u otra forma, intentando apoyar a una causa que no conocen bien. Jóvenes que sin darse cuenta, terminan siendo manipulados por gente mucho más astuta, que sabe que botones tocar, que palabras utilizar, donde golpear, para apelar al subconsciente colectivo de una sociedad ávida de sensacionalismo, que fácilmente termina siendo presa de sus aberrantes y maquiavélicas elucubraciones.
Leí a muchos de esos muchachos con la bandera de Francia en sus perfiles, insultando a los países de Medio Oriente, generalizando a sus habitantes, deseando que “los buenos, los aliados” los borren del mapa.
Muchachos que no tienen una idea de la verdad que se esconde detrás de todo esto. Por supuesto, yo soy el primero en rechazar a un grupo de terroristas que se escudan tras la ficticia idea de un dios bélico, quien les ordena asesinar con lujo de violencia a los que se resistan a seguirlo. Pero la peor desgracia para los habitantes de esos lugares, es haber nacido en una tierra donde abunda el oro negro.
Ese oro negro al cual, los dueños del mundo, lo huelen como los tiburones a la sangre.
Autor: Octavio Galland
